Virginia Cosin
Mar Dulce Editorial

¿Es acaso una potencia más poderosa que la del común de la gente la que se enciende y se apaga, víctima de su propio voltaje? ¿Es el escritor cansado de antemano alguien que no aprende nunca a repartir bien la fuerza, a llevar el aire correctamente a los pulmones para no agitarse antes de cruzar la línea de de llegada?


Sentado en su mesa de trabajo el escritor levanta la pluma y la dirige, como si fuera una flecha, hacia la hoja en blanco. Pero el peso de pronto lo obliga a abrir la mano y soltar la pluma. ¿Es el peso de la pluma? ¿El de la mano? ¿O el peso de su alma el que agota las fuerzas del escritor antes de empezar una tarea que, él sabe, le redituará la satisfacción de verla realizada?
Kafka, el más cansado de los escritores brillantes, en 1912 anota en su diario: Hoy me he pasado toda la tarde en el canapé, con dolorido cansancio.

¿De qué tipo de cansancio se queja Kafka?

¿Cuántos cansancios posibles se pueden padecer (o gozar)?

En su libro Del cansancio, editado por Mardulce, el filósofo francés Jean- Louis Chrétien hace un recorrido por la historia de la filosofía y la literatura para desplegar un estudio fenomenológico de un estado que todos conocemos.

“Del cansancio, de una u otra de sus múltiples formas, cada uno de nosotros tiene la experiencia cotidiana y en esta experiencia inmemorial y familiar, nos hemos encontrado o perdido siempre, desde que estamos en el mundo. Quien viene a la luz del mundo viene también a esta opacidad”.

El cansancio, nos dice Chrétien, está en El Génesis y por lo tanto en la génesis de la actividad humana. Está desde el comienzo: seis días le llevó a Dios crear el mundo, pero al séptimo día descansó. Si la tarea de Dios, la tarea creativa por excelencia, consiste en separar, poner límites entre una cosa y otra – empezando por el cielo y la tierra- al finalizar su creación se ocupa de distinguir el trabajo del ocio e instaura una idea de tiempo. Cuando el primer hombre es arrojado a la vida, condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente ( y la primera mujer a parir con dolor), las agujas de la historia empiezan a moverse y con ese tic tac, lentamente, va a ir conformándose la consciencia de mortalidad. Toda la tragedia griega en su breve y portentoso ciclo se va a ocupar de elaborar este misterio ineluctable.

Chrétien ofrece una distinción entre este cansancio griego, que pone en escena la opacidad de la existencia, y el cansancio cristiano que, a través de la figura de la resurrección propone la lucidez del amor: “en él palpita la incansable gracia de cuya lejanía y rechazo deviene el tenebroso agotamiento del pecado”.

Pero esta herida incurable que abre el cansancio en sus diferentes manifestaciones se muestra en su magnitud plena a través de las palabras de quienes lo experimentan de tal modo que potencia y acto se anudan y a ese nudo le sigue otro y después otro, hasta formar una trama.

Es a partir de esas palabras – el filósofo cita las anotaciones de Simone Weil- que sería posible identificar algunos tipos diferentes de cansancio, empezando por uno del cuerpo, ligado al esfuerzo y al déficit y uno del alma, del espíritu o del yo, que podría nombrarse como lasitud.

Para sentir lasitud, cita Chretién a Condillac, “es suficiente haber estado mucho tiempo en la misma situación. Para estar cansado es necesario actuar”

De esta lasitud podrían desprenderse, como hojas de la misma rama, la pereza, el desgano, la acedia e incluso la fiaca (de la que el autor francés obviamente no habla).

Pero ¿Qué se condensa en esa pereza, tan propia del escritor y, sobre todo, del escritor que registra su dificultad?

¿Es acaso una potencia más poderosa que la del común de la gente la que se enciende y se apaga, víctima de su propio voltaje? ¿Es el escritor cansado de antemano alguien que no aprende nunca a repartir bien la fuerza, a llevar el aire correctamente a los pulmones para no agitarse antes de cruzar la línea de llegada?

Chrétien cita a Deleuze, que a su vez escribe sobre Bekett, donde la dualidad cuerpo-alma, tan occidental y cristiana, ya no corre: “El cansado agotó solamente la realización mientras que el agotado agota todo lo posible. El cansado no puede llevar a cabo nada más, pero el agotado no puede ya posibilitar” y prosigue: “porque lo que está en juego, es el peso, la gravedad misma de nuestro propio poder ser y no nuestro poder hacer esto o aquello. No poder más es una manera de poder y de relacionarse con su propio poder”.
Es por eso quizás que mujeres de una fuerza y talento extraordinarios como Katherine Mansfield o Virginia Woolf manifiestan, en sus diarios íntimos, de un modo tan recurrente un cansancio que las deja al borde de sus fuerzas:

“¿Por qué no pude ver o notar que toda esta temporada me estaba agotando un poco e iba rodando sobre un neumático pinchado? –Escribe Virginia Woolf el 25 de septiembre de 1925- Resultó que así era y caí desmayada en Charleston, en mitad de la fiesta de Q. Y luego he estado aquí tumbada, en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza, durante dos semanas.”

Y Katherine Mansfield:

“¿Por qué dudo tanto? ¿Es simplemente pereza? ¿Falta de voluntad? Sí, creo que de eso se trata y que por eso tiene una importancia tan inmensa que adquiera confianza en mí misma.”

Un cansancio que –fuera ya del análisis del libro de Chrétien- pareciera estar ligado al esfuerzo por trepar una montaña demasiado escarpada en busca de una cima inalcanzable: el propio ideal.

Del cansancio.

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 Virginia Cosin
Mar Dulce Editorial

¿Es acaso una potencia más poderosa que la del común de la gente la que se enciende y se apaga, víctima de su propio voltaje? ¿Es el escritor cansado de antemano alguien que no aprende nunca a repartir bien la fuerza, a llevar el aire correctamente a los pulmones para no agitarse antes de cruzar la línea de de llegada?


Sentado en su mesa de trabajo el escritor levanta la pluma y la dirige, como si fuera una flecha, hacia la hoja en blanco. Pero el peso de pronto lo obliga a abrir la mano y soltar la pluma. ¿Es el peso de la pluma? ¿El de la mano? ¿O el peso de su alma el que agota las fuerzas del escritor antes de empezar una tarea que, él sabe, le redituará la satisfacción de verla realizada?
Kafka, el más cansado de los escritores brillantes, en 1912 anota en su diario: Hoy me he pasado toda la tarde en el canapé, con dolorido cansancio.

¿De qué tipo de cansancio se queja Kafka?

¿Cuántos cansancios posibles se pueden padecer (o gozar)?

En su libro Del cansancio, editado por Mardulce, el filósofo francés Jean- Louis Chrétien hace un recorrido por la historia de la filosofía y la literatura para desplegar un estudio fenomenológico de un estado que todos conocemos.

“Del cansancio, de una u otra de sus múltiples formas, cada uno de nosotros tiene la experiencia cotidiana y en esta experiencia inmemorial y familiar, nos hemos encontrado o perdido siempre, desde que estamos en el mundo. Quien viene a la luz del mundo viene también a esta opacidad”.

El cansancio, nos dice Chrétien, está en El Génesis y por lo tanto en la génesis de la actividad humana. Está desde el comienzo: seis días le llevó a Dios crear el mundo, pero al séptimo día descansó. Si la tarea de Dios, la tarea creativa por excelencia, consiste en separar, poner límites entre una cosa y otra – empezando por el cielo y la tierra- al finalizar su creación se ocupa de distinguir el trabajo del ocio e instaura una idea de tiempo. Cuando el primer hombre es arrojado a la vida, condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente ( y la primera mujer a parir con dolor), las agujas de la historia empiezan a moverse y con ese tic tac, lentamente, va a ir conformándose la consciencia de mortalidad. Toda la tragedia griega en su breve y portentoso ciclo se va a ocupar de elaborar este misterio ineluctable.

Chrétien ofrece una distinción entre este cansancio griego, que pone en escena la opacidad de la existencia, y el cansancio cristiano que, a través de la figura de la resurrección propone la lucidez del amor: “en él palpita la incansable gracia de cuya lejanía y rechazo deviene el tenebroso agotamiento del pecado”.

Pero esta herida incurable que abre el cansancio en sus diferentes manifestaciones se muestra en su magnitud plena a través de las palabras de quienes lo experimentan de tal modo que potencia y acto se anudan y a ese nudo le sigue otro y después otro, hasta formar una trama.

Es a partir de esas palabras – el filósofo cita las anotaciones de Simone Weil- que sería posible identificar algunos tipos diferentes de cansancio, empezando por uno del cuerpo, ligado al esfuerzo y al déficit y uno del alma, del espíritu o del yo, que podría nombrarse como lasitud.

Para sentir lasitud, cita Chretién a Condillac, “es suficiente haber estado mucho tiempo en la misma situación. Para estar cansado es necesario actuar”

De esta lasitud podrían desprenderse, como hojas de la misma rama, la pereza, el desgano, la acedia e incluso la fiaca (de la que el autor francés obviamente no habla).

Pero ¿Qué se condensa en esa pereza, tan propia del escritor y, sobre todo, del escritor que registra su dificultad?

¿Es acaso una potencia más poderosa que la del común de la gente la que se enciende y se apaga, víctima de su propio voltaje? ¿Es el escritor cansado de antemano alguien que no aprende nunca a repartir bien la fuerza, a llevar el aire correctamente a los pulmones para no agitarse antes de cruzar la línea de llegada?

Chrétien cita a Deleuze, que a su vez escribe sobre Bekett, donde la dualidad cuerpo-alma, tan occidental y cristiana, ya no corre: “El cansado agotó solamente la realización mientras que el agotado agota todo lo posible. El cansado no puede llevar a cabo nada más, pero el agotado no puede ya posibilitar” y prosigue: “porque lo que está en juego, es el peso, la gravedad misma de nuestro propio poder ser y no nuestro poder hacer esto o aquello. No poder más es una manera de poder y de relacionarse con su propio poder”.
Es por eso quizás que mujeres de una fuerza y talento extraordinarios como Katherine Mansfield o Virginia Woolf manifiestan, en sus diarios íntimos, de un modo tan recurrente un cansancio que las deja al borde de sus fuerzas:

“¿Por qué no pude ver o notar que toda esta temporada me estaba agotando un poco e iba rodando sobre un neumático pinchado? –Escribe Virginia Woolf el 25 de septiembre de 1925- Resultó que así era y caí desmayada en Charleston, en mitad de la fiesta de Q. Y luego he estado aquí tumbada, en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza, durante dos semanas.”

Y Katherine Mansfield:

“¿Por qué dudo tanto? ¿Es simplemente pereza? ¿Falta de voluntad? Sí, creo que de eso se trata y que por eso tiene una importancia tan inmensa que adquiera confianza en mí misma.”

Un cansancio que –fuera ya del análisis del libro de Chrétien- pareciera estar ligado al esfuerzo por trepar una montaña demasiado escarpada en busca de una cima inalcanzable: el propio ideal.