SKLIAR CARLOS
Miño y Dávila editores

LA OBRA: No tienen prisa las palabras
Prólogo de David Roas
EL POETA ES UN VIAJERO
Decía Pessoa que el poeta es un fingidor. Para Carlos Skliar es, sin duda, un
viajero: un ser en movimiento constante, un extranjero perpetuo que, como tal,
contempla la realidad con ojos nuevos, que mira (verbo esencial en la poética del
autor) y nos revela lo que ve y siente.
El viajero nos entrega aquí un libro múltiple. En No tienen prisa las palabras el
lector encontrará lúcidos aforismos, pensamientos despeinados, greguerías
(“Limpiaba la vereda como si intentara reanimar un animal herido”), apuntes de un
diario, epifanías, estampas líricas, mínimos poemas en prosa, microrrelatos… En la
mayoría de ellos, el autor parte de lo contemplado (lo vivido) en sus movimientos
por la calle (aquí el viajero es también flâneur… ¿acaso no lo son todos?) o al
instalarse en su nuevo hogar, un doble espacio que se presenta siempre como
transitorio, pasajero, fugaz. Instantes reveladores que espolean las reflexiones del
escritor: la mujer loca que pasa por la plaza, los niños que juegan libres y felices, la
anciana agradecida a la que ayuda a cargar las bolsas de la compra, los turistas
que fotografían a un pobre que pide limosna en la Sagrada Familia (un puñetazo
contra la indiferencia), la mujer que lee Escribir de Duras…
Textos en los que subyace la necesidad del otro, la complicidad y la empatía. Pero
que también apuntan, afilados, contra la indiferencia, el egocentrismo y la
estupidez humana. “Dolor de cabeza porque el mundo es como es. Y duele”, nos 
dice el viajero. Por eso también su voz reclama la rebelión, salirse de la fila, como
en su día hizo ese Bartleby al que tanto admira.
El viajero contempla el mundo, y con su mirar también lo sostiene: “Una nube sola
en medio de un cielo demasiado nítido. No apartar la mirada. No contribuir a su
desvanecimiento”.
Pero su mirar no es simple mirar: es pensar(se), descubrir(se), comprender(se),
revelar(se)… De ese modo, viajar (sinónimo de vivir, de escribir) no es sólo
moverse, sino, sobre todo, explorar, “mirar por detrás de cada estatua”. Porque la
realidad se sabe múltiple e inabarcable. “El mundo es casi todo lo que no ves y
donde no estás”. Y eso obliga a seguir mirando, a seguir buscando. A que el viaje
nunca termine. Como esa niña que lo observa todo con ojos muy abiertos: “Sabe
que el mundo no le cabe en la mirada, pero lo intenta una y otra vez”.
Y con el viaje aparece la experiencia del extranjero, la conciencia de estar siempre
de paso (estupenda metáfora de la vida) y, con ello, el peligro de fijarse
definitivamente en un lugar o en una idea. No hay nada fijo. Y de ahí, el imposible
arraigo, la inalcanzable satisfacción completa: “Doce mil kilómetros para darse
cuenta de que uno quisiera estar así. Allí”.
El viajero no sólo mira de forma diferente la nueva realidad, sino que también la
escucha: “El extranjero. Aquel a quien los sonidos de la calle le alcanzan un poco
más tarde”.
En estos textos, la reflexión sobre el lenguaje y la escritura es constante. El viajero
sabe que el lenguaje es artificio, banal intento de poner orden donde no lo hay.
Pero es nuestra única arma para pensar y expresar esa realidad que nos sobrepasa.
Por eso el lenguaje no obedece: la palabra se escapa porque la realidad siempre se
escapa. Lo que también es una suerte: “La escritura tiene miedo de cerrar sus
manos. De acomodarse. De darse por terminada”. Pues eso significaría
comprenderlo todo (ordenarlo todo) y entonces ya no quedaría nada por decir.
Nada por pensar. La totalidad es una amenaza (como dice en uno de los poemas
recogidos en su libro Voz apenas). Por eso el viajero, contradiciendo a su amado
Bartleby, por suerte para nosotros, continúa escribiendo: “Escribir. Para que la
lengua no muera”.
¿Cómo hacerlo? Como ese niño que habla por primera vez: “su monosílabo suele
ser todo el universo balbuceante”. Con un lenguaje libre y sin orden, como un juego
infantil. Un lenguaje libre es un pensamiento libre. Ello explica la constante
evocación de la infancia que hace el viajero, de esa visión fascinada del mundo que
se pierde en la edad adulta. La emoción por encima de la razón. La lúcida renuncia
a comprender la totalidad del mundo. La reivindicación de la escritura, que es lo
mismo que decir la vida. Sin rumbo, sin mapa, a la deriva.
A lo largo del libro, son convocadas –conjuradas– otras voces, también múltiples y
diversas, de poetas, narradores y filósofos: Szymborska, Tavares, De Luca,
Yourcenar, Claudel, Pessoa, Magris, Handke, Walser, Tsvietáieva, Nooteboom,
Herzog, Nietzsche, Ajmátova, Brodsky, Bachmann, Derrida… pero, sobre todo, las
voces y las obras de Chantal Maillard e Ingeborg Bachmann. El viajero invoca a
todos estos autores no sólo desde la admiración (incluso les agradece en nota el
haberle proporcionado alguna idea que cita o usa en sus propias reflexiones), sino
como compañeros de viaje. Voces que conforman una vasta algarabía de líneas que
–como diría el maestro Borges– acaba por dibujar sobre el texto la imagen de su
cara.

No tienen prisa las palabras

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SKLIAR CARLOS
Miño y Dávila editores

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Prólogo de David Roas
EL POETA ES UN VIAJERO
Decía Pessoa que el poeta es un fingidor. Para Carlos Skliar es, sin duda, un
viajero: un ser en movimiento constante, un extranjero perpetuo que, como tal,
contempla la realidad con ojos nuevos, que mira (verbo esencial en la poética del
autor) y nos revela lo que ve y siente.
El viajero nos entrega aquí un libro múltiple. En No tienen prisa las palabras el
lector encontrará lúcidos aforismos, pensamientos despeinados, greguerías
(“Limpiaba la vereda como si intentara reanimar un animal herido”), apuntes de un
diario, epifanías, estampas líricas, mínimos poemas en prosa, microrrelatos… En la
mayoría de ellos, el autor parte de lo contemplado (lo vivido) en sus movimientos
por la calle (aquí el viajero es también flâneur… ¿acaso no lo son todos?) o al
instalarse en su nuevo hogar, un doble espacio que se presenta siempre como
transitorio, pasajero, fugaz. Instantes reveladores que espolean las reflexiones del
escritor: la mujer loca que pasa por la plaza, los niños que juegan libres y felices, la
anciana agradecida a la que ayuda a cargar las bolsas de la compra, los turistas
que fotografían a un pobre que pide limosna en la Sagrada Familia (un puñetazo
contra la indiferencia), la mujer que lee Escribir de Duras…
Textos en los que subyace la necesidad del otro, la complicidad y la empatía. Pero
que también apuntan, afilados, contra la indiferencia, el egocentrismo y la
estupidez humana. “Dolor de cabeza porque el mundo es como es. Y duele”, nos 
dice el viajero. Por eso también su voz reclama la rebelión, salirse de la fila, como
en su día hizo ese Bartleby al que tanto admira.
El viajero contempla el mundo, y con su mirar también lo sostiene: “Una nube sola
en medio de un cielo demasiado nítido. No apartar la mirada. No contribuir a su
desvanecimiento”.
Pero su mirar no es simple mirar: es pensar(se), descubrir(se), comprender(se),
revelar(se)… De ese modo, viajar (sinónimo de vivir, de escribir) no es sólo
moverse, sino, sobre todo, explorar, “mirar por detrás de cada estatua”. Porque la
realidad se sabe múltiple e inabarcable. “El mundo es casi todo lo que no ves y
donde no estás”. Y eso obliga a seguir mirando, a seguir buscando. A que el viaje
nunca termine. Como esa niña que lo observa todo con ojos muy abiertos: “Sabe
que el mundo no le cabe en la mirada, pero lo intenta una y otra vez”.
Y con el viaje aparece la experiencia del extranjero, la conciencia de estar siempre
de paso (estupenda metáfora de la vida) y, con ello, el peligro de fijarse
definitivamente en un lugar o en una idea. No hay nada fijo. Y de ahí, el imposible
arraigo, la inalcanzable satisfacción completa: “Doce mil kilómetros para darse
cuenta de que uno quisiera estar así. Allí”.
El viajero no sólo mira de forma diferente la nueva realidad, sino que también la
escucha: “El extranjero. Aquel a quien los sonidos de la calle le alcanzan un poco
más tarde”.
En estos textos, la reflexión sobre el lenguaje y la escritura es constante. El viajero
sabe que el lenguaje es artificio, banal intento de poner orden donde no lo hay.
Pero es nuestra única arma para pensar y expresar esa realidad que nos sobrepasa.
Por eso el lenguaje no obedece: la palabra se escapa porque la realidad siempre se
escapa. Lo que también es una suerte: “La escritura tiene miedo de cerrar sus
manos. De acomodarse. De darse por terminada”. Pues eso significaría
comprenderlo todo (ordenarlo todo) y entonces ya no quedaría nada por decir.
Nada por pensar. La totalidad es una amenaza (como dice en uno de los poemas
recogidos en su libro Voz apenas). Por eso el viajero, contradiciendo a su amado
Bartleby, por suerte para nosotros, continúa escribiendo: “Escribir. Para que la
lengua no muera”.
¿Cómo hacerlo? Como ese niño que habla por primera vez: “su monosílabo suele
ser todo el universo balbuceante”. Con un lenguaje libre y sin orden, como un juego
infantil. Un lenguaje libre es un pensamiento libre. Ello explica la constante
evocación de la infancia que hace el viajero, de esa visión fascinada del mundo que
se pierde en la edad adulta. La emoción por encima de la razón. La lúcida renuncia
a comprender la totalidad del mundo. La reivindicación de la escritura, que es lo
mismo que decir la vida. Sin rumbo, sin mapa, a la deriva.
A lo largo del libro, son convocadas –conjuradas– otras voces, también múltiples y
diversas, de poetas, narradores y filósofos: Szymborska, Tavares, De Luca,
Yourcenar, Claudel, Pessoa, Magris, Handke, Walser, Tsvietáieva, Nooteboom,
Herzog, Nietzsche, Ajmátova, Brodsky, Bachmann, Derrida… pero, sobre todo, las
voces y las obras de Chantal Maillard e Ingeborg Bachmann. El viajero invoca a
todos estos autores no sólo desde la admiración (incluso les agradece en nota el
haberle proporcionado alguna idea que cita o usa en sus propias reflexiones), sino
como compañeros de viaje. Voces que conforman una vasta algarabía de líneas que
–como diría el maestro Borges– acaba por dibujar sobre el texto la imagen de su
cara.