Philippe Claudel 

Traduccón de Lluís Maria Todó

Editorial Minúscula

 

Pocas cosas hay en esta vida que superen la magia de un libro. Y pocas cosas más fáciles, para un bibliófilo sin remedio, que escribir un elogio de la lectura. Que si Rubén Darío llamó a los libros «antorchas del pensamiento», que si, como dijo Emerson, la lectura puede decidir el curso de una vida, que si «leer es viajar por uno mismo», siguiendo a Juan Gelman. Solo habría que empezar a hilar citas añadiéndoles una pizca de experiencia personal lectora. Me ahorraré el mal trago. Otros, como Alberto Manguel, lo han hecho con muchísimo más acierto y más sabiduría. Sin embargo, ¿qué pasa cuando, en un giro a lo Erasmo de Rótterdam, ese elogio de la lectura se convierte en un elogio de la locura? No, no pretendo hacer pasar este juego de palabras por propio ni mucho menos. La combinación la hizo, a principios del siglo XX, G.K. Chesterton en un conjunto de ensayos de titulado Lectura y locura, en el que proponía, entre otras muchas cosas, que los letraheridos redomados conversaran un mínimo de cuarenta y cinco minutos al día «con un mozo de cuadras o con la casera de una pensión» para poner los pies en la tierra.

Mucho de ese sarcasmo chestertoniano hay en el último libro de Philippe Clauderl, publicado por Minúscula. Lo intuimos desde el título, con un subtítulo que recuerda a esos kilométricos nombres con los que los autores bautizaban a sus libros antiguamente, como hiciera por ejemplo Daniel Defoe con Robinson Crusoe. En concreto, el nombre del libro completo sería: «Sobre algunos enamorados de los libros a quienes fascinaba la literatura y que aspiraban a convertirse en escritores pero no lo consiguieron por diversas causas relacionadas con las circunstancias, con el siglo en que nacieron, con su carácter, debilidad, orgullo, cobardía, molicie, bravura, o incluso con el azar, que hace de la vida un juguete y de nosotros, en sus manos, tan solo diminutas criaturas, vulnerables y taciturnas.» Mención de honor a la edición francesa que optó por llenar la cubierta del libro con esta sublime parrafada.

Sobre algunos enamorados de los libros

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Philippe Claudel 

Traduccón de Lluís Maria Todó

Editorial Minúscula

 

Pocas cosas hay en esta vida que superen la magia de un libro. Y pocas cosas más fáciles, para un bibliófilo sin remedio, que escribir un elogio de la lectura. Que si Rubén Darío llamó a los libros «antorchas del pensamiento», que si, como dijo Emerson, la lectura puede decidir el curso de una vida, que si «leer es viajar por uno mismo», siguiendo a Juan Gelman. Solo habría que empezar a hilar citas añadiéndoles una pizca de experiencia personal lectora. Me ahorraré el mal trago. Otros, como Alberto Manguel, lo han hecho con muchísimo más acierto y más sabiduría. Sin embargo, ¿qué pasa cuando, en un giro a lo Erasmo de Rótterdam, ese elogio de la lectura se convierte en un elogio de la locura? No, no pretendo hacer pasar este juego de palabras por propio ni mucho menos. La combinación la hizo, a principios del siglo XX, G.K. Chesterton en un conjunto de ensayos de titulado Lectura y locura, en el que proponía, entre otras muchas cosas, que los letraheridos redomados conversaran un mínimo de cuarenta y cinco minutos al día «con un mozo de cuadras o con la casera de una pensión» para poner los pies en la tierra.

Mucho de ese sarcasmo chestertoniano hay en el último libro de Philippe Clauderl, publicado por Minúscula. Lo intuimos desde el título, con un subtítulo que recuerda a esos kilométricos nombres con los que los autores bautizaban a sus libros antiguamente, como hiciera por ejemplo Daniel Defoe con Robinson Crusoe. En concreto, el nombre del libro completo sería: «Sobre algunos enamorados de los libros a quienes fascinaba la literatura y que aspiraban a convertirse en escritores pero no lo consiguieron por diversas causas relacionadas con las circunstancias, con el siglo en que nacieron, con su carácter, debilidad, orgullo, cobardía, molicie, bravura, o incluso con el azar, que hace de la vida un juguete y de nosotros, en sus manos, tan solo diminutas criaturas, vulnerables y taciturnas.» Mención de honor a la edición francesa que optó por llenar la cubierta del libro con esta sublime parrafada.