Dedicado a los plomos

Una antología reúne poemas hasta ahora inéditos en español de James Schuyler, el poeta quizá más lateral de la Escuela de Nueva York.

 

Frank O’Hara llamaba a los críticos “the bores”. Los plomos. Los “bores” fueron los que inventaron la Escuela de Nueva York (NYPS), una atractiva denominación que pretendía agrupar la obra y el estilo de los poetas Frank O’Hara, John Ashbery, Kenneth Koch y James Schuyler. Ninguno de ellos se reconoció jamás como integrante del movimiento. Iban todos por su cuenta, practicaban poéticas muy distintas y todo cuanto tenían de escuela pasaba en realidad por la amistad, la bebida (a veces) y las ganas de leerse entre ellos. James Schuyler (1923-1991) es quizás el menos conocido de este grupo (llamémosle grupo, por ahora). Se sabe que Schuyler abandonó sus estudios académicos por el bridge y que fue expulsado de la marina por homosexual. Se conoce también que se ganó el Pulitzer en 1980 por su libro The Morning of the Poem y que mucho antes trabajó como secretario de Auden, aunque su mayor actividad consistió, además de escribir poemas, en pasar largos fines de semana en casas de verano prestadas, mirar por la ventana, leer el periódico y ver algo de televisión. Vivió al margen de lo que suele entenderse como vida literaria y su estreno poético fue tardío: en 1969, a los cuarenta y seis años. Si no fuera por sus constantes problemas psiquiátricos, casi podría decirse que Schuyler tuvo una vida tan colorida y simplona como un campo de amapolas.

Entonces, ¿qué es lo que hace especial a Schuyler? ¿Qué es lo que lleva a Ashbery a decir que tras sumergirse en los versos de su colega, con frecuencia siente que es todo lo que necesita, que el resto de la poesía está de alguna manera presente allí? Podríamos suponer que a Schuyler lo hacían especial los desequilibrios psíquicos y los episodios místicos durante los cuales mantenía conversaciones con la Virgen, pero la locura no hace especial a nadie. Sólo genera desgracia. La respuesta está en su escritura.

Schuyler escribe como si no le importara lo que está haciendo, como si hacer poemas fuera algo meramente accidental o mejor aún: inevitable como cualquier otra actividad fisiológica. La parafernalia teórica le es tan ajena como a un niño la lista de alimentos balanceados.

Una ciudad blanca. James Schuyler Gog & Magog 116 páginas

Sucede algo maravilloso al leer la poesía de Schuyler. La primera impresión es de una luminosa trivialidad. El poeta habla de un abrecartas que le regaló un amigo; en otro poema se dirige a Virgina Woolf y se pregunta qué le habría dicho de habérsela encontrado a orillas del río Ouse, momentos antes de que se llenara los bolsillos de piedras y se lanzara al agua; en otro simplemente concluye con un: “Voy a hacer más tostadas”. Los versos se alinean como palabras de una conversación intrascendente que al mismo tiempo y pacientemente, ensanchan las imperceptibles junturas de la realidad para revelar al lector pequeños y fundamentales detalles de lo cotidiano.

Una ciudad blanca reúne poemas hasta ahora prácticamente inéditos en español, con una excelente traducción de Laura Wittner. La elección es impecable. El libro recoge lo mejor de Schuyler: su tremendo ojo pictórico, que por momentos lo vuelve parecido a Emily Dickinson y esa claridad estructural en la concepción del verso que comparte con Elizabeth Bishop.

 

 

 

 

 

 

Nota de Página 12 

 Por Ariadna Castellarnau

 
 

Una ciudad blanca

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Dedicado a los plomos

Una antología reúne poemas hasta ahora inéditos en español de James Schuyler, el poeta quizá más lateral de la Escuela de Nueva York.

 

Frank O’Hara llamaba a los críticos “the bores”. Los plomos. Los “bores” fueron los que inventaron la Escuela de Nueva York (NYPS), una atractiva denominación que pretendía agrupar la obra y el estilo de los poetas Frank O’Hara, John Ashbery, Kenneth Koch y James Schuyler. Ninguno de ellos se reconoció jamás como integrante del movimiento. Iban todos por su cuenta, practicaban poéticas muy distintas y todo cuanto tenían de escuela pasaba en realidad por la amistad, la bebida (a veces) y las ganas de leerse entre ellos. James Schuyler (1923-1991) es quizás el menos conocido de este grupo (llamémosle grupo, por ahora). Se sabe que Schuyler abandonó sus estudios académicos por el bridge y que fue expulsado de la marina por homosexual. Se conoce también que se ganó el Pulitzer en 1980 por su libro The Morning of the Poem y que mucho antes trabajó como secretario de Auden, aunque su mayor actividad consistió, además de escribir poemas, en pasar largos fines de semana en casas de verano prestadas, mirar por la ventana, leer el periódico y ver algo de televisión. Vivió al margen de lo que suele entenderse como vida literaria y su estreno poético fue tardío: en 1969, a los cuarenta y seis años. Si no fuera por sus constantes problemas psiquiátricos, casi podría decirse que Schuyler tuvo una vida tan colorida y simplona como un campo de amapolas.

Entonces, ¿qué es lo que hace especial a Schuyler? ¿Qué es lo que lleva a Ashbery a decir que tras sumergirse en los versos de su colega, con frecuencia siente que es todo lo que necesita, que el resto de la poesía está de alguna manera presente allí? Podríamos suponer que a Schuyler lo hacían especial los desequilibrios psíquicos y los episodios místicos durante los cuales mantenía conversaciones con la Virgen, pero la locura no hace especial a nadie. Sólo genera desgracia. La respuesta está en su escritura.

Schuyler escribe como si no le importara lo que está haciendo, como si hacer poemas fuera algo meramente accidental o mejor aún: inevitable como cualquier otra actividad fisiológica. La parafernalia teórica le es tan ajena como a un niño la lista de alimentos balanceados.

Una ciudad blanca. James Schuyler Gog & Magog 116 páginas

Sucede algo maravilloso al leer la poesía de Schuyler. La primera impresión es de una luminosa trivialidad. El poeta habla de un abrecartas que le regaló un amigo; en otro poema se dirige a Virgina Woolf y se pregunta qué le habría dicho de habérsela encontrado a orillas del río Ouse, momentos antes de que se llenara los bolsillos de piedras y se lanzara al agua; en otro simplemente concluye con un: “Voy a hacer más tostadas”. Los versos se alinean como palabras de una conversación intrascendente que al mismo tiempo y pacientemente, ensanchan las imperceptibles junturas de la realidad para revelar al lector pequeños y fundamentales detalles de lo cotidiano.

Una ciudad blanca reúne poemas hasta ahora prácticamente inéditos en español, con una excelente traducción de Laura Wittner. La elección es impecable. El libro recoge lo mejor de Schuyler: su tremendo ojo pictórico, que por momentos lo vuelve parecido a Emily Dickinson y esa claridad estructural en la concepción del verso que comparte con Elizabeth Bishop.

 

 

 

 

 

 

Nota de Página 12 

 Por Ariadna Castellarnau